Por: Stephanie Orozco (@fanieorozco)
Hoy tenemos que poner el foco de atención en todas las repercusiones que la pandemia ha dejado en las vidas de las personas, porque los cambios sociales y económicos que vivimos tuvieron impactos, sobre todo negativos, en la calidad de vida.
Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), las enfermedades mentales afectan a alrededor del 30% de la población. Normalizamos el sentirnos mal, lo ocultamos para no preocupar a otras personas o en el peor (y más común) de los casos, para no ser juzgados o juzgadas. La sensibilización por parte de la sociedad es uno de los primeros pasos. Sin embargo, de nada servirá esto si no existe atención cercana y de calidad para el diagnóstico, tratamiento y prevención.
Desde inicios del 2020 la salud mental comenzó a ser tratada como un tema más presente y “relevante”. Aún con tabúes, pero con más normalidad, muchas personas comenzamos a hablar con nuestro círculo cercano o en redes sociales de lo complicado que fue el aislamiento social, de cómo nos sentíamos emocionalmente al dejar de ver a las personas que apreciamos o cómo nos adaptamos a la vida en el cambio de rutina.
Llegó el 2021 y a unos meses de que acabe, la realidad es que algunas de esas emociones desaparecieron al ver que la vida ha ido recuperando su curso. Sin embargo, para muchas personas estas experiencias mutaron, se mantuvieron y en algunos casos hasta incrementaron.
Sin distinción, niños, niñas, adolescentes, mujeres, hombres y personas adultas mayores padecen a diario las consecuencias de los cambios emocionales que traen consigo los estímulos externos e internos del día a día y que dejan de considerarse normales porque alteran algún aspecto de la vida de forma regular. Nombrarlos no es fácil, muchas veces requiere de las palabras de una o un profesional de la salud y en otras, ni siquiera sabemos que lo que sentimos realmente necesita ser atendido como para socializarlo o pedir ayuda. Normalizamos el sentirnos mal, lo ocultamos para no preocupar a otras personas o en el peor (y más común) de los casos, para no ser juzgados o juzgadas.
Hoy tenemos que hablar. No es normal pasar por procesos de sanación emocional en soledad. No es normal tener miedo de pedir ayuda. No es normal no tener acompañamiento. No es normal navegar hacia la salud mental sin guía. No es normal ni aceptable que no nos brinden ni contemos con todo lo necesario para alcanzar el bienestar mental.
“Tenemos que hablar”, porque esta frase requiere mucha valentía. Sentar en una mesa a quien necesita estar enterado o enterada de lo que pasa por tu mente no es fácil. Nunca será sencillo hablar de lo que preocupa y lo que ha quitado la paz y por eso optamos por contestar ”bien, gracias” cuando nos preguntan cómo estamos.
Al ingresar al apartado de Salud mental del INEGI preocupa que el primer desglose de información que ofrece es sobre suicidios registrados en 2020, que fueron 7,896, incrementando sustancialmente entre 2018 y el año pasado. En estas cifras no podemos vislumbrar las razones, motivos, circunstancias, entornos o padecimientos que estas personas tenían para decidir terminar con su vida. Sin embargo, al ir a la última Encuesta Nacional de los Hogares (ENDIREH), realizada en 2017, una de las preguntas estuvo destinada a conocer sobre depresión, resultando ser un 32% de integrantes de los hogares de más de 12 años que ha experimentado este sentimiento y de ellos y ellas, el 9.9% lo siente a diario y el 11.7% semanalmente.
Aunque hay una diferencia bastante clara para la comunidad científica en la distinción que existe entre la tristeza, depresión, ansiedad, angustia, estrés, trastorno de disociación, mal humor, cambio de humor, trastorno obsesivo compulsivo, trastorno bipolar, entre otras, la realidad es que ante los ojos de quienes vivimos día a día experimentando distintas emociones y sentimientos, pensar en tener alguna de ellas de manera crónica asusta y preocupa. Sobre todo porque en el presente, tenemos más claro que esto debe ser atendido por profesionales. Aunque claro, esto ha costado fuertes discursos por parte de quien padece y de la comunidad científica que nos da la información y los ejemplos necesarios para afirmar que la salud mental no es un juego.
La Psicóloga Mariana Navarrete, especialista en neurociencia, afirma que debido a nuestra naturaleza bio-psico-social es crucial comprender, asimilar y atender a las enfermedades mentales de forma compleja y transdisciplinar. “Por poner un ejemplo sobre la magnitud del impacto de las mismas, la depresión es la enfermedad más prevalente con más de 300 millones de personas afectadas en todo el mundo. Muchas enfermedades mentales son un problema de salud pública que merece ponerse como prioridad en los programas de atención debido a que impactan de forma significativa la calidad de vida”, comentó la Psicóloga.
Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), las enfermedades mentales afectan a alrededor del 30% de la población, siendo así reconocido como un problema de salud pública que exige a los Estados a emprender acciones para el tratamiento y prevención de estos episodios. Según cifras de la Secretaría de Salud, en 2018, año en que se realizaron encuestas transversales sobre trastornos mentales, estos afectaron a 15 millones de mexicanos(as). Aproximadamente 25% de las personas entre 18 y 65 años tuvieron algún percance de salud mental y solo el 3% buscó apoyo profesional. “Tuvieron” es el verbo que se utiliza. Sin embargo, poco sabemos sobre el desarrollo de estos episodios pues no hay información que nos diga si fueron superados o si hoy en día persisten.
En México el tratamiento y atención a problemas de salud mental está considerado para ser atendido por parte del servicio público, eso es comprobable. De hecho, durante 2020-2021 fueron habilitadas líneas telefónicas para la atención psicológica de emergencia las 24 horas del día, donde las personas podían marcar para ser atendidas por profesionales ante las diversas situaciones que se podían presentar a raíz de la pandemia por Covid-19 como lo fue el confinamiento, las pérdidas y otras preocupaciones de índole económico o laboral. Sin embargo, sobra decir que en la realidad, estos servicios son insuficientes y casi desconocidos por la población. Esto es así porque aunque las y los médicos familiares de las Unidades de Medicina Familiar (el primer nivel de atención) están capacitados y capacitadas para detectar alertas de carácter emocional o psicosocial, carecen de las herramientas, insumos y contacto para hacer conexiones de segundo nivel. Es decir, una persona que busque ser atendida por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) o Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI) tendría que pasar por múltiples citas en distintos servicios de las instituciones para al final poder ser canalizado(a) al área adecuada de psicología o psiquiatría. Ante esta situación, lo ideal sería aumentar dos cosas: la planilla de especialistas en psicología y psiquiatría en las unidades de primer nivel; y en segundo lugar, la difusión de este servicio, al grado en que sea tan conocido como los programas de planificación familiar, vacunación e incluso las demás especializaciones de la medicina.
Por otro lado, las consultas psicológicas muchas veces están a cargo de los gobiernos estatales o locales, brindando este servicio en algunos centros de salud o en jornadas de medicina integral que son impulsadas y obligatorias para rendir cuentas de inversión presupuestal. Sin embargo, al ser personal que rota constantemente porque los programas no son ni permanentes ni constantes, las personas que se acercan a estos espacios con frecuencia dejan de atenderse al verse desaparecidos.
Para 2021 el monto presupuestal para salud mental fue de 3 mil 031 millones de pesos, únicamente el 2.1% del total destinado a la salud en general. La salud mental cuesta y esa es una de las razones por las cuales las personas buscan superar sus padecimientos de manera solitaria, paciente y buscando apoyo de otras formas. Una consulta psicológica va desde los $200 hasta los $1200 y la frecuencia de la atención depende de las necesidades de ambas partes, teniendo en promedio una cita semanal o quincenalmente. Como se puede concluir, decidir tomar terapia psicológica no solo implica el desembolso económico, sino también una repartición del tiempo que para muchas personas es imposible. Pensemos en las mujeres que terminan una jornada laboral de 10 horas y llegan a su casa a cumplir con otras tareas de cuidado, o en las personas adultas mayores que no pueden transportarse a otros espacios para recibir terapia o en su caso, la brecha digital no les supone facilidad para tomarla en línea.
Según el Instituto Nacional de Salud Pública, en países como México (países de ingreso mediano y bajo) la brecha de tratamiento para los trastornos mentales es de 80%, en contraste con 40% en países de ingresos altos. Para que esta información llegue a más espacios es necesario destinar presupuesto para la difusión y el conocimiento de la población en general. La sensibilización por parte de la sociedad es uno de los primeros pasos. Sin embargo, de nada servirá esto sino existe atención cercana para diagnóstico, tratamiento y prevención.
Cecilia Guillén (@En1ra_Persona), experta en derechos humanos y discapacidad y Secretaria Técnica de Redesfera Latinoamericana de la Diversidad Psicosocial, considera que en México el gasto en Salud mental se destina desde una perspectiva biomédica porque se privilegia gastar en servicios acordes con una visión de “enfermedad mental” y no de derechos humanos y respeto a la diversidad y reconocimiento de la dignidad inherente. Afirma que urgen servicios de psicología y psiquiatría que no tomen como primer abordaje la medicalización (esta es una perspectiva que comparten con otras organizaciones regionales de personas con discapacidad psicosocial como la Red Europea de Ex-usuarios y Supervivientes de la Psiquiatría y la Red Mundial de Usuarios y Sobrevivientes de la Psiquiatría). En ese sentido, dice: no basta con ir al psicólogo o al psiquiatra, toda la población requiere, por ejemplo, practicar deporte, formar parte de una comunidad y acceso al arte y la cultura.
Tenemos que hablar, pero no es suficiente. Tenemos que atender a estos llamados porque no son solo cifras, son en muchos casos, dolores que se viven en silencio. Según estimaciones pasadas de la OMS, para el año 2020 se esperaba que la depresión fuera la segunda causa de discapacidad en el mundo y la primera en algunos países, donde fue considerado México (esto fue comunicado antes de la pandemia por covid-19). Según la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la cuarta parte de la población mundial padecerá un trastorno mental esquizoide, depresión, ansiedad o fobias. En este sentido, cabe advertir que la discapacidad está relacionada con la severidad de los trastornos mentales graves, sintomatología, cronicidad y deterioro. En palabras claras: la evolución hacia una discapacidad depende, en gran medida, de una atención oportuna y acompañamiento integral.
En un mundo ideal todas las personas podrían atender su salud en todo nivel, considerando desde luego, la salud mental a un mismo nivel que el bienestar físico. Un mundo en el que hacer una revisión psicosocial sea igual de importante que tomar la presión arterial o hacer un examen sanguíneo. Además, mover el presupuesto del tercer nivel al segundo y primero significaría dos grandes cambios: ir erradicando el estigma de los trastornos mentales de forma que en el imaginario común tener atención psiquiátrica no se trate de la necesidad de estar internado(a) en un hospital, sino de toda la atención integral. Y el segundo cambio sería, sin duda alguna, la prevención a través del cumplimiento y acceso a todos los derechos que conllevan a una vida sana.
Hoy tenemos que poner el foco de atención en todas las repercusiones que la pandemia ha dejado en las vidas de las personas, porque los cambios sociales y económicos que vivimos tuvieron impactos, sobre todo negativos, en la calidad de vida. No podemos seguir sin detenernos a hacer un balance de nuestro cuerpo, mente y entorno para detectar lo que puede necesitar algún tipo de apoyo. El Estado, por su parte, tiene que hacer lo mismo: detenerse a considerar dónde se requiere más atención para subsanar vacíos de atención en la salud integral de las personas.
Abrazo la valentía de quienes piden ayuda y de quien la da a quien la necesita. Abrazo el acompañamiento sincero de quienes con palabras y acciones hacen el camino más llevadero de quienes padecen un trastorno mental, una discapacidad psicosocial o están pasando por una etapa psicológica o emocionalmente complicada. Por otra parte, reconozco el profesionalismo humano de quienes se dedican a este sector de la salud y lo hacen con el compromiso de acercar a la sociedad a una vida más sana. Que las redes de apoyo nazcan desde la empatía y se fortalezcan hasta que la vergüenza no exista al hablar de lo que sentimos.
*Consulta la nota publicada originalmente en: Animal Político
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